Ayer pensé en Little Prince. En sus pestañas de ensueño y en sus rizos de algodón rubio agitándose contra el viento frío. Fue volviendo a casa, justo cruzando la pasarela que separa el bloque de pisos en los que vivo desde hace tiempo. Salí de la estación y me até los botones del abrigo lentamente; el frío se había anudado a mis dedos con demasiado entusiasmo, tanto que, parecía que nunca más fuese a sentir calor a no ser que me lo contagiase pronto otro cuerpo. Estreché mis brazos contra mi pecho, y Noviembre se hizo paso entre mis labios justo en ese momento. Me encanta el vaho. Supongo que para la gente que fuma no significa gran cosa. Pero para mi sí, no sé. Lo que sí sé es que, después de provocarlo por una segunda vez, debí sonreírle al invierno.
– ¿De qué te ríes? – me preguntó una vocecilla cercana, pero invisible a mis ojos risueños.
No tardo mucho en aparecer frente a mi figura un niño de unos seis años. Tenía el pelo castaño y algo revuelto. La nariz chata, y un centenar de pecas inquietas surcando su carita llena de sueños.
– ¿De qué te ríes? – me volvió a preguntar.
Sus ojos grisáceos me miraban con una curiosidad sincera. De verdad quería saber qué era aquello tan interesante de lo que me reía.
– Es la primera vez que consigo hacer vaho con mi boca – me encogí de hombros. Sí, quizás no era algo demasiado interesante como para que otro compartiera las ganas de reírse – eso significa que por fin ha llegado el invierno…
No sabía hasta qué punto seguir hablando. Aquel niño seguía mirándome, como si esperase algo. Y su mirada contagiaba a la mía cierta extrañeza, ¿sabes? Como si sus ojos y los míos al juntarse provocasen un chirrido, un abismal seísmo de vacilaciones y desencuentros. Inspiré con fuerza, y traté de huir de aquella conexión enredada en promesas vacías por mi parte, apoyando mi mirada cohibida en sus manos. Y justo vi que escondía algo. Un diminuto y fracturado caramelo de menta. Sigue leyendo