Y otro día
que termina,
sin sentir
tu piel
contra
la mía.
Y otro día
que termina,
sin sentir
tu piel
contra
la mía.
18h32.
Se escapa
un latido.
Tormenta
de alaridos.
Me
aprieto,
me
abrazo
el cuerpo.
El aire
duele.
El frío
araña
mis sentidos.
Ya no sé
hacia
dónde
orientar
mis pasos.
Siento que
me rindo.
Me caigo, Seguir leyendo
Ayer pensé en Little Prince. En sus pestañas de ensueño y en sus rizos de algodón rubio agitándose contra el viento frío. Fue volviendo a casa, justo cruzando la pasarela que separa el bloque de pisos en los que vivo desde hace tiempo. Salí de la estación y me até los botones del abrigo lentamente; el frío se había anudado a mis dedos con demasiado entusiasmo, tanto que, parecía que nunca más fuese a sentir calor a no ser que me lo contagiase pronto otro cuerpo. Estreché mis brazos contra mi pecho, y Noviembre se hizo paso entre mis labios justo en ese momento. Me encanta el vaho. Supongo que para la gente que fuma no significa gran cosa. Pero para mi sí, no sé. Lo que sí sé es que, después de provocarlo por una segunda vez, debí sonreírle al invierno.
– ¿De qué te ríes? – me preguntó una vocecilla cercana, pero invisible a mis ojos risueños.
No tardo mucho en aparecer frente a mi figura un niño de unos seis años. Tenía el pelo castaño y algo revuelto. La nariz chata, y un centenar de pecas inquietas surcando su carita llena de sueños.
– ¿De qué te ríes? – me volvió a preguntar.
Sus ojos grisáceos me miraban con una curiosidad sincera. De verdad quería saber qué era aquello tan interesante de lo que me reía.
– Es la primera vez que consigo hacer vaho con mi boca – me encogí de hombros. Sí, quizás no era algo demasiado interesante como para que otro compartiera las ganas de reírse – eso significa que por fin ha llegado el invierno…
No sabía hasta qué punto seguir hablando. Aquel niño seguía mirándome, como si esperase algo. Y su mirada contagiaba a la mía cierta extrañeza, ¿sabes? Como si sus ojos y los míos al juntarse provocasen un chirrido, un abismal seísmo de vacilaciones y desencuentros. Inspiré con fuerza, y traté de huir de aquella conexión enredada en promesas vacías por mi parte, apoyando mi mirada cohibida en sus manos. Y justo vi que escondía algo. Un diminuto y fracturado caramelo de menta. Seguir leyendo
Hay días en los que se permiten las lágrimas. Días en los que la piel se estremece, y se anuda en nuestros corazones ingenuos una sensación volátil, extraña. ¿Y sabes…? Llevo demasiado tiempo evitándola. Creo que intenté enterrar bajo mi cuerpo todo el miedo, toda la tristeza que me produce que te vayas. Y escondí mis heridas entre suturas inestables y el paso de los días. Y el dolor se abrazó al olvido, y a todas las cosas que hacían posibles seguir adelante. Todavía me siento incapaz de enfrentarme a esta página en blanco; de afrontar que esto te lo dedico esto a ti, Mandru, porque eres tú la que se marcha; de que se me van esos paseos tardíos de inviernos que no son inviernos y veranos que no parecen llegar nunca; y esa mirada tímida y castaña que sabe entenderme aunque no haya dicho nada. Cotilleos, tintes para el pelo y bufandas. Y todas esas fotos en el fotomatón completamente inesperadas. Voy a odiar no compartir odios contigo; que me llames ‘tronchón mío’, y que eso me recuerde a esas clases de francés en las que nos gustaba darle un significado nuevo a todas esas palabras tan raras. Acordarme del callejón diagon y de todas esas canciones del Nirvana. Y de como me apretaste la mano cuando me hice mi primer tatuaje. Seguir leyendo
Septiembre enterrado, Octubre se desvela. Los ojos cerrados. Y el viento enredado en esta ciudad de incertidumbres y grietas. El frío ha escalado a mis vértebras. Y aunque abrazo mi cuerpo, siento que cada centímetro de mi piel nunca volverá a estar despierta. Es difícil explicarlo. Es difícil entender por qué cada vez que las paredes tiemblan, mi corazón se encoge un poco más entre sus tinieblas. Ni por qué duelen tanto las horas. Ni en qué momento mis huesos perdieron todas sus fuerzas. No sé. Sólo escucho el murmullo de un ayer haciéndose eco en las soledades que trae esta casa tan desierta. No han vuelto. Ya no están aquí sus palabras de ánimo. Sus caricias de seda. Ni ninguna de esas siestas eternas sobre este sofá amarillento y cuarteado. Abandonado. Echo de menos esos paseos en los que soñábamos que volvía a ser verano. Y enterrar mis pensamientos inquietos bajo esos brazos con olor a jabón y a entereza. Y es que, ¿sabes? Ya no entiendo los días sino traen consigo vuestra presencia. Así que cierro de nuevo los ojos. Fuerte. Muy fuerte. Y espero a que ese estremecimiento llegue, cuando por fin… Vuelva a abrirse esta puerta.
Y de pronto lo hace… Seguir leyendo
19h37. Andén 11 y un centenar de cuerpos aglomerándose entorno al mío. Anochece. Y tiemblan todas mis ideas bajo estas nubes de lluvia y desaliento. Septiembre ha vuelto a abrazar nuestros cuerpos distantes. Extraños. Y a despertar en nuestras pieles el frío que me recuerda cada noche que ya no estamos juntos. Que nunca más volverán nuestras voces a encontrarse bajo las sábanas en el susurro. Que tú y yo no somos más que el ayer enterrado, dormido, bajo todas esas palabras que el viento poco a poco se lleva. ¿Pero sabes qué? Seguir leyendo
23h47. La lluvia en mi frente. Mi pelo al viento. Y el invierno arañando mis pensamientos. Amenazando al tintineo de mi corazón inexperto. ¿Sabes qué? En realidad aquella sensación no era algo nuevo. No sé. Era como si ya hubiese sentido aquella grieta ahuecando mi pecho. Haciendo más visible la sangre, mi sangre, y el amor que ya no guardaba dentro. La huida de ese cosquilleo. De ese veneno que tanto me perdía y, a la vez, que tanto me encontraba al momento. Y tuve miedo. Miedo de perderlo. Y miedo de agarrarme tanto a ello, que el dolor me desgarrase por dentro. Seguir leyendo
El mecimiento de las olas. La arena entre mis manos. La ropa mecida ante la primera brisa de verano. Es como si esa sensación se destapase cada vez que abro la maleta antes de emprender un viaje nuevo y cálido. Mi piel se eriza. y siento como me invade un pequeño estremecimiento en el estómago. Algo así como un centenar de pájaros alzándose en un vuelo eterno y cándido. Pero hoy fue diferente. Hoy, Seguir leyendo
Ayer caminé entre tus sombras. Ayer recorrieron mis pies descalzos todas esas baldosas… Ésas en las que se cerraron tus puertas. Ésas que anunciaron que tu tiempo parecía acabarse. Fue sólo durante un instante, pero, en mi piel se enredó el miedo que no sentiste; el dolor al que no te dio tiempo a aferrarte. Y mis pies se detuvieron. Rozaron mis manos ese muro de ladrillo anaranjado que están construyendo sobre el viejo. Sobre el que tu coche chocó, aquella noche de estrellas e desasosiego. Y sentí rabia. Sentí todas esas lágrimas, derramándose por mis mejillas sonrosadas. Y resbalé mis dedos entre todas esas flores secas y acartonadas, en las que pude leer tu nombre. E imaginé poder verte; tener la posibilidad de conocerte. Seguir leyendo
Hace ya tiempo, hace ya quién sabe cuánto tiempo, sentí que me perseguía una sombra. Fue una sensación momentánea, algo tan imperceptible y efímero como una voz repitiéndose en el eco, como el olor a primavera al final del invierno. Pero aun así, sentí cómo mi piel se erizaba, cómo mis dedos temblaban. Y sé que en realidad no era miedo la emoción que se enredaba en mi cuerpo. Sino desconfianza. Desconfianza en la que solemos escudar todos esos sentimientos que no entendemos. Y justo en ese instante, cuando decidí girarme para descubrir quién había detrás de tanto misterio, la sombra desapareció en el tiempo. No volví a verla. No volví a sentir aquello. Pasaron días, meses, y una vida entera llena de sueños. Una vida que hoy, sí, hoy sé que se acaba. No puedo dejar de mirar las arrugas que recorren mis manos. Es como si quisiesen dibujar el mapa de todas esas vivencias, de todos esos recuerdos que hoy me sustentan. Vuelvo a ver mi sonrisa agazapada en tus ojos despiertos, y el viento meciendo mi pelo desde la ventanilla del coche. Mis pies bajo la arena de esa playa desierta, esos rostros de niños inocentes dormidos en la caída de la noche. Ya ha pasado. Ya desaparezco. Y no puedo más que abrazar a la vida por darme todos esos instantes. Cierro los ojos un momento, pero… De pronto lo veo. Es esa sombra otra vez, acariciando mi mejilla despacio. No me deja dormirme, se aferra con fuerza a mi brazo, pidiéndome que resista un instante más, que no me vaya sin ella. Pero no sé acariciarla, no puedo tocarla. Y ella se enfurece, se revuelve cada vez más sobre la oscuridad que la envuelve. Veo que intenta rozar mi cuerpo inerte, y devolverme a mi corazón el latido que no vuelve. Creo que quiere salvarme, arrancarme de las manos de la muerte. Pero no puede. No puede. Y llora. Porque sabe que no va a acompañarme. Porque no va a volver a salvarme del resto de sombras que, a diferencia de ella, sí quieren matarme.
Foto y texto © 2014 Paula Méndez Orbe