Una brisa sutil, cercana, acariciando las ventanas. El revoloteo de los pájaros y sus alas adormecidas en el rocío de una noche olvidada. Uno, dos parpadeos. El llanto de un niño abrazándose al sueño eterno. Persianas y más persianas. Un motor poniéndose en marcha. El tacto suave de las sábanas. Respiraciones templadas. Abro los ojos. Seguir leyendo
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caramelos de menta
Ayer pensé en Little Prince. En sus pestañas de ensueño y en sus rizos de algodón rubio agitándose contra el viento frío. Fue volviendo a casa, justo cruzando la pasarela que separa el bloque de pisos en los que vivo desde hace tiempo. Salí de la estación y me até los botones del abrigo lentamente; el frío se había anudado a mis dedos con demasiado entusiasmo, tanto que, parecía que nunca más fuese a sentir calor a no ser que me lo contagiase pronto otro cuerpo. Estreché mis brazos contra mi pecho, y Noviembre se hizo paso entre mis labios justo en ese momento. Me encanta el vaho. Supongo que para la gente que fuma no significa gran cosa. Pero para mi sí, no sé. Lo que sí sé es que, después de provocarlo por una segunda vez, debí sonreírle al invierno.
– ¿De qué te ríes? – me preguntó una vocecilla cercana, pero invisible a mis ojos risueños.
No tardo mucho en aparecer frente a mi figura un niño de unos seis años. Tenía el pelo castaño y algo revuelto. La nariz chata, y un centenar de pecas inquietas surcando su carita llena de sueños.
– ¿De qué te ríes? – me volvió a preguntar.
Sus ojos grisáceos me miraban con una curiosidad sincera. De verdad quería saber qué era aquello tan interesante de lo que me reía.
– Es la primera vez que consigo hacer vaho con mi boca – me encogí de hombros. Sí, quizás no era algo demasiado interesante como para que otro compartiera las ganas de reírse – eso significa que por fin ha llegado el invierno…
No sabía hasta qué punto seguir hablando. Aquel niño seguía mirándome, como si esperase algo. Y su mirada contagiaba a la mía cierta extrañeza, ¿sabes? Como si sus ojos y los míos al juntarse provocasen un chirrido, un abismal seísmo de vacilaciones y desencuentros. Inspiré con fuerza, y traté de huir de aquella conexión enredada en promesas vacías por mi parte, apoyando mi mirada cohibida en sus manos. Y justo vi que escondía algo. Un diminuto y fracturado caramelo de menta. Seguir leyendo
la lluvia y el resplandor de lo incierto
Una vez alguien me dijo que la lluvia trae consigo el olvido. El vaivén de un viento que se lleva los pensamientos y el polvo que ya no queremos. El comienzo de algo nuevo. Para mi no. Para mi, escuchar la lluvia resbalar por el cristal de mi ventana, es también sentir el resquebrajar de una grieta en el interior de mi cuerpo. No sé como explicarlo. Ni siquiera yo lo entiendo. Pero cada vez que la humedad de las nubes logra adentrarse a través de mi jersey de lana negro siento algo. Es un murmullo suave. Un ligero e incluso agradable cosquilleo que resbala por mi piel, y se balancea entre los mechones rubios de mi pelo. El otoño conquistándome. O eso pienso al principio. Porque luego llega consigo el frío. Y yo estrecho con fuerza mi cuerpo. Y acelero mis pasos intentando huir de ese temblor, de esa lluvia que ya asedia cada uno de mis pensamientos. Y ahí lo intuyo, ¿sabes? Es justo en ese momento cuando entiendo lo que está ocurriendo. La lluvia no perdona. La piel tiene memoria. Y cada vez que una de esas gotas traspasa mi piel, limpia consigo todas mis dudas, todas mis esperanzas adormecidas en el tiempo. Estoy perdida. Estoy sola. Y yo sigo corriendo. Seguir leyendo
mañana no existe mientras queramos.
A veces
me siento
más viva
con el
corazón
desgarrado.
la mente desierta,
piel ajena
en
mis manos.
08 de Octubre de 2014. No puedo decirte adiós.
Septiembre enterrado, Octubre se desvela. Los ojos cerrados. Y el viento enredado en esta ciudad de incertidumbres y grietas. El frío ha escalado a mis vértebras. Y aunque abrazo mi cuerpo, siento que cada centímetro de mi piel nunca volverá a estar despierta. Es difícil explicarlo. Es difícil entender por qué cada vez que las paredes tiemblan, mi corazón se encoge un poco más entre sus tinieblas. Ni por qué duelen tanto las horas. Ni en qué momento mis huesos perdieron todas sus fuerzas. No sé. Sólo escucho el murmullo de un ayer haciéndose eco en las soledades que trae esta casa tan desierta. No han vuelto. Ya no están aquí sus palabras de ánimo. Sus caricias de seda. Ni ninguna de esas siestas eternas sobre este sofá amarillento y cuarteado. Abandonado. Echo de menos esos paseos en los que soñábamos que volvía a ser verano. Y enterrar mis pensamientos inquietos bajo esos brazos con olor a jabón y a entereza. Y es que, ¿sabes? Ya no entiendo los días sino traen consigo vuestra presencia. Así que cierro de nuevo los ojos. Fuerte. Muy fuerte. Y espero a que ese estremecimiento llegue, cuando por fin… Vuelva a abrirse esta puerta.
Y de pronto lo hace… Seguir leyendo
la piel sin sentimiento
10h21 am. La brisa sedosa y tibia meciendo las ramas del árbol, casi llamando a esa ventana marcada por las huellas de unas manos; el sol fornido y alto; y los bramidos lejanos de algunos niños en su camino hacia la piscina, celebrando, por fin, la llegada del verano. Laura abrió los ojos, todavía recordando algo que había soñado; una imagen, un recuerdo que todavía arañaba esos días su corazón frágil, quebrado. Sacudió la cabeza e inspiró fuerte; debía dejarlo atrás; debía olvidarlo.
Normalmente, cuando el dolor retornaba junto a sus sueños, Laura al despertar se abrazaba las rodillas durante algunos segundos largos. Sus dedos se aferraban con fuerza a sus brazos, como tratando de encontrar en ellos la calidez que se había perdido hace tanto tiempo. Y en aquel momento, se hacía visible a su mirada oscura y perdida, la herida. Ese surco de suturas frágiles y descosidas, que daba de nuevo la libertad a todos sus miedos, a todo su desconsuelo a aflorar libre y volver a hacer de un nuevo día, un camino trazado por un centenar de esperanzas y cristales rotos contra el suelo.
Y, sin embargo, Seguir leyendo
La ciudad del cuento IV
(https://paulamendezorbe.wordpress.com/2014/06/11/la-ciudad-del-cuento-iii/)
Y aunque ya no esté a mi lado, sigo escuchando su voz. Mis labios siguen sintiendo los suyos a pesar de que los apartase hace horas. Mi cuerpo siente todavía el calor del suyo. Su presencia. Esa chispa que me mata a la vez que me revive semana tras semana. Martes tras martes. Y no consigo dormir. En realidad no quiero dormir. Temo que al dormir todos mis recuerdos se rasguen, y me queden solamente fragmentos de estos. Y sé que dolería más de lo que ya duele. Seguir leyendo
la porcelana se rompe
A veces me pregunto dónde van los corazones rotos cuando pierden su camino. No sé. Es fácil imaginárselos siendo consumidos por una enredadera de eternas soledades, que oscurece poco a poco todas sus ilusiones restantes hasta hacerlas quebrar para siempre. Como la porcelana al romperse contra el suelo, su tristeza sería igual de bella. Pero se ahogaría en un horizonte sin fin que le haría replantearse su existencia. Y me imagino ese latido. Efímero. Inquietante. No importa cuánto dolor oprima el pecho. Ni cuánto más se aferre a él esa enredadera aplastante. Los corazones siguen latiendo. ¿No? ¿Aunque por cuánto tiempo? No lo sé. Seguir leyendo
de la golondrina solitaria
A veces sueño que soy pájaro; pero no por lo obvio, ¿sabes? Volar está sobrevalorado. Aunque en cierta manera, pagaría por poder tocar el cielo con las manos… Pero… No sé. Siempre que me imagino siendo pájaro es porque van acompañados. De alguna forma o de otra, la bandada nunca se abandona. Siempre aparece ese gorrioncito solitario atrapado entre la codicia y las migas del parque; jamás dejarán de pelearse unas con otras todas esas urracas quejicosas. ¿Y qué? Te preguntarás. Seguir leyendo
Despierta
01h27. 19 de Mayo. Se cerraban mis ojos. Sigilosos, despacio. Había sido un día largo. Y no podía dejar de imaginar cómo se enredaban mis pestañas entre ellas, logrando así encontrarse con el sueño que todavía no quería llevarme. Iba en el último tren de la noche. El tren de las tinieblas, como me gustaba llamarle. Recuerdo cómo se anudaba mi dedo índice alrededor de mi rubia y acortada melena. Cómo dibujaban una y otra vez mis dedos, ese irreal tatuaje sobre mi muñeca derecha. Siempre había querido una palabra. Corta, desdibujada. Y dentro de un triángulo. Pero nunca había sido capaz de encontrarla. Fue en ese momento cuando, la suavidad de mis dedos volvió a contagiarme del sueño eterno. Y aunque todavía no había llegado, aunque todavía se mecían mis pies al ritmo de aquel vagón solitario, no pude evitarlo. Apoyé mi cabeza sobre mis manos. Suaves, discretas. Y tratando de perderme un segundo en esa oscuridad serena, se cerraron mis párpados. No sé cuánto tiempo pasó pero, lo siguiente que sentí fue el tacto de una mano aferrándose a mi sombra rendida en el arrastre. Mi cuerpo se contagió en el sobresalto. No, no no… No podía haber pasado… Abrí los ojos, pero vi que apenas nada había cambiado. Seguía sentada frente al mismo señor de corbata y sombrero demasiado anticuado. La misma pareja del fondo volvía a darse esos besos como si nunca antes los hubiesen probado. No había pasado nada. No me había saltado mi parada. Respiré tranquila, y admiré como llegábamos a la penúltima estación antes de mi bajada. Y entonces vi algo. Vi como una chica, de espaldas, trenzaba su pelo rubio, acortado, con un triángulo tatuado sobre su muñeca pequeña y delgada. Y se cerraron las puertas. Me levanté de un salto, y corrí hasta empujarlas con fuerza. Y dio resultado. Encontré la salida. Y me abracé a una carrera infinita. Subí unas escaleras. Recorrí lo que parecieron un centenar de pasillos en tinieblas. Pero no la encontré a ella. Volví cabizbaja al andén con dirección a ninguna parte. Esperando a que viniese cualquier guardia enseguida a echarme. Y esperé y esperé pero nunca vino nadie. Abracé mi cuerpo, intentando dejar atrás todo el frío que trae consigo el desengaño. La ilusión corrompida en un centenar de cristales sin vida, quebrados. ¿Por qué me había levantado? ¿Por qué había perseguido a una mujer sin un motivo justificado? Y cuando perdí la cuenta de todas las horas que habían pasado… Volví a verla. Volví a encontrármela otra vez de cerca. Otra vez de espaldas. Giré mi mano, intranquila, exaltada. E intenté rozar su piel, tan parecida a la mía. Y todas sus pecas. Mis pecas. Esa cintura demasiado estrecha. Esas manos finas y pequeñas. Leí en la curvatura de su espalda, el estremecimiento que también recorría la mía, sobresaltada. ¿Me estaba mirando a mi misma? No lo entendía. Pero a la vez algo me aseguraba que sí era lo que veía. Reuní el valor y… Lo hice. Giré tu cuerpo y busqué en tus ojos mi mirada perdida. Fugaz y efímera. Y cuando te diste la vuelta, cuando de verdad esperé encontrar mi reflejo en tu cara desierta… Agarré con fuerza tu muñeca. Y leí la palabra escrita con tinta negra. Despierta.
Abrí los ojos rápida, y me levanté de un salto. Me había dormido en aquel tren ruidoso y oxidado.
Foto y texto 2014 © Paula Méndez Orbe